jueves, 13 de enero de 2011

De árboles y frutos

Una máxima budista dice: “Tu enemigo es tu maestro”. Entiéndase por “enemigo” aquella persona o situación que nos genera molestia o perturbación del ánimo. En realidad, el enemigo no está afuera: allá afuera no hay nada. Afuera es sólo un reflejo de adentro. ¿Por qué el enemigo es maestro? Porque nos ofrece la oportunidad de reconocernos en él, a fin de que podamos corregir o rectificar aquello que necesita ser mejorado, para que podamos avanzar en el camino hacia nuestra plena realización. El enemigo es un espejo, y desde esa perspectiva, no queda más que agradecerle por permitirnos ver.

Si no logramos vernos en ese espejo, si no nos reconocemos en él, nos quedamos atascados en la queja y el reclamo, en la negación y frustración de las emociones aflictivas que oscurecen nuestro entendimiento, queriendo convencernos de que la culpa es del otro. Y seguiremos generando “enemigos” allá afuera, como una sucesión de obstáculos que nos hacen dura y tediosa la existencia. Es como estar atrapados en la casa de los espejos, sintiéndonos sofocados por las imágenes distorsionadas que nos proyectan.

Cada dificultad, cada problema, cada dolor debe remitirnos a la pregunta ¿qué tengo que aprender de esta experiencia?

Las personas tenemos un ritmo, un tiempo y un momento para aprender. El aprendizaje se extrae de la vivencia. Conviene entonces respetar los tiempos de cada quien y dejar vivir.

Cierto es que en ocasiones, quien tiene el problema es alguien cercano, y quisiéramos que lo resolviera cuanto antes –pues de una u otra manera también nos afecta- pero tenemos que entender que ese problema no es nuestro, que la otra persona tiene que vivir su propio proceso.

¿El problema del otro no es nuestro? Tal vez sí, porque desde el momento en que nos llega es por algo. Somos entonces co-protagonistas, o al menos actores de reparto en la película del otro. Algo nos salpica. Algo también debemos aprender junto a él, con él.

Con frecuencia los padres “por mejor hacer” intervenimos en la vida de los hijos. Creemos saber lo que es mejor para él (o ella) y les cargamos con todo nuestro equipaje de conceptos, juicios, prejuicios y esquemas… ¡Ah! es tal la tentación de darles viviendo la vida ¿no? Además, como es hijo, nos ata un sentido de pertenencia, posesión y dominio sobre el objeto “hijo”, y es así como le decimos qué hacer en tal o cual situación, en lugar de preguntarle qué haría él. Porque es mejor y más rápido darles el alimento procesado para que sólo tenga que tragarlo, así solucionamos rápidamente el problema y sufrimos menos porque el hijo sufre menos… pero no aprende nada.

Tener paciencia. Saber esperar. Respetar su individualidad, sus tiempos y procesos de maduración. Ser espectador atento más que protagonista en la vida de los hijos. El árbol no se preocupa por la calidad de sus frutos; se ocupa de hundir la raíz en tierra fértil, fortificar su tronco y extender sus ramas al cielo para captar buena luz. El árbol sólo sabe ser árbol, y siendo buen árbol dará buenos frutos. A su tiempo.

domingo, 2 de enero de 2011

Ser y Hacer

Recuerdo que de niña, los adultos preguntaban ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Hoy me salta la pregunta ¿cuándo se es grande? Porque se puede llegar a adulto, pero ¿qué es ser grande? ¿Por qué interrumpir un presente infantil con cuestionamientos existencialistas de un futuro lejano? ¿Por qué interrogar a la oruga y querer tener hoy las respuestas de mañana?

La pregunta ¿Qué quieres ser? comunica al interlocutor la idea de que aún no es, dejando en la mente una sensación de escasez, de no estar completo, por lo tanto quiero ser…

En su lugar me gusta más ¿Qué quieres hacer? Porque el ser ya es, mientras que el hacer implica un espectro bastante amplio de posibilidades de realización.

Nos realizamos en el hacer. El hacer es actividad. El hacer es mutable, cambiante, activo, objetivo, universal.

El ser es nuestra esencia y está completo. El ser es estable, pasivo, subjetivo y particular.

Carteles como: abogado, médico, ingeniero, arquitecto, publicista, etc., no definen al ser, sólo identifican el hacer de una persona.

Por ello, personas que tienen múltiples intereses y actividades, que poseen dos o más profesiones o títulos académicos –en ocasiones inconexos unos con otros por obedecer a actividades de distinta naturaleza- o genios como Da Vinci, son difíciles de definir. Si formulamos la pregunta ¿Qué fue Da Vinci? habría que responder que fue pintor, inventor, anatomista, etc. Pero todas aquellas actividades que realizó Da Vinci en realidad definen su hacer. Da Vinci fue un ser, un hombre, y realizó múltiples actividades movido por su genio particular.

En el mundo de hoy se valida a la persona por su quehacer o quehaceres, por sus títulos académicos y de postgrados, porque el sistema así lo ha diseñado para diferenciarnos unos de otros, para facilitar el proceso de clasificación de las personas. Pero está probado que las acreditaciones no siempre son fiel reflejo del conocimiento, capacidad y competencia del sujeto que los ostenta.

El conocimiento es universal y hay más de una sola forma de acceder al mismo. Hay quienes primero realizan la trayectoria académica para luego pasar a la práctica de la disciplina u oficio aprendido, pero también hay quienes eligen aprender haciendo, y luego son nombrados Doctor Honoris Causa por las instituciones académicas. Hay quienes se sienten muy bien realizando el aprendizaje de manera dirigida, mientras para otros este sistema resulta incómodo y necesitan buscar por ellos mismos el camino hacia el conocimiento. A este grupo la sociedad los llama “autodidactas”.

El ser se realiza en el hacer, pero el hacer no puede definir en su totalidad al ser. El hacer no puede abarcar al ser.

El ser es inconmensurable. Es un universo de posibilidades que se revela en la medida en que, a través de nuestras elecciones y decisiones, vamos hilvanando los sucesivos hacer y hacer.